Los trabajadores del Polígono el Oliveral de Ribarroja 'salen relinchando' a la hora del almuerzo como los niños en el colegio cuando suena el timbre del recreo. Ellos, como cualquier currante, que acabaron comiéndose medio bocadillo en vez de uno entero. Y haciendo durar una caña, en vez de calzarse dos fundamentales o compartiendo un litro para siete. Y lo del café ya rozaba el drama: si llegaba para las necesidades básicas, cortito, por favor, por si salía más barato.
Esas eran cosas de antes. Hasta que en el restaurante La Campana de Ribarroja decidieron montar una piscina llena de barro y soltar a dos chicas furiosas dentro y contratar a una estríper para acompañar los postres. No como en las películas en las que salen mujeronas en pleno cumpleaños poniendo morritos y pellizcando un pezón de nata de una tarta para llevarse el dedo a la boca. Pero se le parece. Lo de los morritos se mantiene.
"Lo llevamos haciendo desde antes de Navidades", explica la dueña del local, María José Murciano. "Nos dimos cuenta de que venía mucha más gente que de normal. Empezamos haciéndolo un día por semana durante el almuerzo. Después durante el almuerzo y la comida. Y ahora lo hemos programado tres veces por semana». De lunes a viernes La Campana aprovecha la cercanía de los almacenes de varias grandes superficies comerciales para servir almuerzos y comidas a precios populares, y los días que hay bolo más famosos no pueden ser. No hay otro tema de conversación.
"Pegamos carteles por la zona, pero lo que más está funcionando y por lo que más gente viene es por el boca a boca. Ahora hay reservas de mesas de empresa, se juntan unos cuantos y piden sitio... También paran a comer muchos camioneros, porque lo que ofrecemos no está visto". El espectáculo tiene lugar entre la comida y la sobremesa, y las chicas, profesionales contratadas en una agencia ("nos hacen precio"), deciden el número de pases. "Algunas prefieren hacer uno largo. Después se cambian y se quedan a charlar con los clientes. Y otras prefieren hacer pausas y salir varias veces", en tandas de unos "veinte minutos".
La primera vez que hubo desnudo, recuerda María José, los clientes que había en el local "se quedaron flipados". "Hay gente que no sabe qué pasa aquí dentro y cuando llega a comer no se lo puede creer". La mayoría, cuando aparece la chica (de enfermera o de lo que toque vestirse ese día), se envalentonan, hasta que ella se acerca a las mesas con su vientre de ladrillo visto para dejar escrito un nombre o un piropo a medias, si no fuera por la tembladera de los nervios, el sudor de las manos y el, 'ay, señorita, qué calor se nos ha echado encima de repente', y porque por eso mismo se correría (la pintura, no vayan a pensar) pared abajo.
"Se ponen nerviosos y no saben qué hacer". "Hay que estar vigilante" para que nadie pierda la compostura, y "controlar las puertas, porque no dejamos entrar a menores".
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